Gabriela Vaz
Me desperezo y estiro las piernas. Cuatro
horas y media exactas; no recordaba que el viaje de Montevideo hasta la
entrada al Cabo Polonio durara tanto. El reloj, que marca las 12 del
mediodía, me impulsa a apurarme para sacar el ticket de entrada al
pueblo. Los camiones salen cada hora en punto. Mientras estoy en la
cola, observo la nueva "puerta del Polonio" que transita su tercera
temporada ordenando la bienvenida al balneario, allí, en el kilómetro
265 de la ruta 10. Es una estructura de madera larga, prolija, con baños
relucientes, un mostrador de información turística, una cafetería y dos
ventanillas de venta de pasajes. Un cambio radical para el caótico
panorama con el que solían encontrarse los visitantes años atrás.
La vendedora me informa que son $ 170 pesos, ida y
vuelta. Le pregunto si no me puede vender sólo la ida. Me dice que no.
Le digo que ok. Un cartel al costado avisa el resto de los precios: los
niños de 5 a 8 años pagan $ 100, igual que las tablas de surf. Los
vehículos particulares no están autorizados a ingresar, a menos que se
disponga de un permiso especial de la Intendencia de Rocha cuyo trámite
tiene un precio de 50 UR (unos 35 mil pesos); esfuerzo con poco sentido
si se tiene en cuenta que dentro del Cabo no se puede circular en coche.
Sólo los propietarios de ranchos tienen libre acceso en cuatro ruedas.
Por eso, los que llegan en auto lo dejan en el estacionamiento de la
entrada, que les adelgaza el bolsillo a un ritmo de $ 170 por día.
Llego a uno de los camiones a tiempo. Son los mismos de
antes, los de siempre, con sus cajas rearmadas y sus asientos de
ómnibus dentro. Minutos después de pasar el cartel que anuncia el
ingreso al "Parque Nacional Cabo Polonio" y advierte que es una zona que
pertenece al Sistema Nacional de Áreas Protegidas (SNAP), aparece la
primera naturaleza poloniense: el monte y las dunas móviles que sacuden a
los pasajeros al estilo rock & samba, con saltos bruscos y repentinos que hacen sonreír y sostener los bolsos con más fuerza.
"Pensar que la primera vez que vine entré a caballo. No
había nada de esto", me comenta una mujer que está volviendo al Polonio
después de varios años para que su hija pequeña lo conozca. De hecho,
todavía se puede ingresar a caballo. O a pie. Pero a los costados del
camino no diviso a ningún aventurero con ganas de andar los siete
kilómetros de arena y bosque que separan la ruta del pueblo.
Cuando levanto la mirada, nos cruzamos con un camión
que viene de regreso y noto que hay tradiciones que no se cortan: el
pasaje de ambos vehículos se saluda efusivamente. Levantan las manos, se
sonríen, se gritanhola o adiós. Se sienten en comunión. Se saben
cómplices. Porque el Polonio no es para cualquiera.
EL PUEBLO
Media hora de camión y llegamos a "la plaza", que está
en "el centro". En el Cabo todo es entre comillas. Porque la verdad es
que no hay ni plaza, ni centro, ni direcciones posibles. Pero a modo de
referencia, los conceptos se amplían. Los vehículos paran en una rotonda
alrededor de la cual se agrupan vendedores de ropa y artesanías y
algunos puestos de comida. De ahí sale también la única "calle": un
caminito sobre el que reposan hostales y boliches.
No parece haber mucha gente. Una vendedora me cuenta
que, efectivamente, es un viernes de poco movimiento. En el Cabo, la
cantidad de turistas varía mucho de un día para otro, dado que la
mayoría son visitantes que llegan de mañana y se marchan a última hora,
pero no pernoctan allí. Por eso, el clima es determinante. Cuando el sol
brilla, los que se están quedando en los balnearios vecinos -Valizas,
Aguas Dulces, Punta del Diablo, La Pedrera- no dudan en aprovechar un
día en el Polonio. Pero si el cielo amenaza con lluvia, la merma de
visitantes es notoria. "Y los que compran más son los que vienen por el
día. La gente de los ranchos no", explican.
Yo no me quedo por el día pero me acerco a un puesto y
elijo una caravana de pluma por $ 100. En otros puestos las hay de
hasta $ 300. El artesano, de inevitable impronta bohemia, pelo
desordenado, piel curtida y sonrisa simpática, me mira probarme varias y
opina mientras alcanza un espejo. Cuando pago, me pide que elija una
piedra y, pinza y alambre en mano, no demora más de 20 segundos en armar
un trepador para la oreja, que me regala con calidez. Es otro clásico:
los artesanos siempre te demuestran que les caíste bien regalándote un
pedacito de su arte.
Miro en derredor y busco un lugar para comprar agua. A
unos 200 metros se levanta El Templao, almacén que nadie llama de otra
forma que no sea "El Lujambio" debido a su dueño: el Pancho Lujambio.
"Mi yerno instaló el negocio cuando había unos poquitos ranchos en los
montes. Y se terminó convirtiendo en el más antiguo y más grande del
Polonio. Está abierto todo el año", cuenta un hombre mayor que fuma
tranquilamente, sentado afuera de la provisión.
Alrededor del Lujambio hay varios hostels. Pregunto
precios, pero termino entrando a una posada a orillas del mar. Al abrir
la puerta me topo con la mirada curiosa de una decena de jóvenes que,
alrededor de una mesa, reparten cartas. ¿Querés jugar?, me pregunta uno
después de que una chica joven me diga que va a averiguar si todavía hay
lugar para hospedarme. Además de uruguayo llano, discrimino acentos
chileno, portugués y anglosajón. Pero no llego a recibir mi primera
carta cuando la encargada vuelve lamentando que no puedo quedarme: el
hostal está lleno. Me despiden diciéndome que vuelva para jugar después
de ubicarme en otro hostel.
Entro al rancho más cercano, otra posada bañada por
las olas, que alquila habitaciones compartidas a $ 800 por día. Hay
lugar disponible. ¿Tenés agua caliente?, le pregunto al encargado, que
me mira con cara de qué-querés-que-te-diga. "Eso depende del tiempo.
Ayer hubo sol, así que al menos tibia tiene que estar. Acá solo tenemos
paneles solares. Gas ya no uso más porque una vez casi me explota todo
el lugar, viste". Le digo que pah, que ¿en serio?, que todo bien, que el
agua tibia me sirve.
Así como no hay electricidad, en el Polonio tampoco
hay agua corriente. Por eso, andando por el pueblo en algún momento uno
se encuentra con Pablo, el "aguatero", que recorre el balneario en un
camión recargando tanques. Tira de la cuerda del generador una, tres,
cinco veces, arranca. El agua empieza a subir. Pablo se sienta, espera y
cuenta que la trae desde un manantial cerca de Valizas, "después de la
tercera duna", que nunca se seca. "¿Si es potable? Bueno, no tiene
ningún estudio que diga que no. Ni que sí". Todos los días recorre el
Cabo yendo a cada lugar que se lo solicita. Los que no lo llaman
utilizan agua de pozo.
LAS PLAYAS
Con el cielo despejado, el Polonio invita a
cualquiera de sus dos playas: la de La Calavera (o Norte) y La Ensenada
(a la que todo el mundo conoce como playa Sur), que se dan la espalda a
300 metros de distancia. Cada una tiene un estilo bastante definido.
"Esta es una playa mucho más hippie, la otra es más high, a
pleno", describe Saúl, uno de los guardavidas en la caseta de La
Calavera. Esa, la Norte, es la que recibe a los que llegan caminando por
la costa desde Valizas (travesía que lleva entre dos y tres horas). Y
es también la que está más cerca de "la plaza", por lo que los turistas
más perezosos se bajan de los camiones y enfilan derechito hacia esa
orilla.
Ahí es donde descansan las lanchas de los pescadores
cuando no están trabajando en altamar. Si fue un buen día, a la tarde
se los puede ver fileteando pescado. Este enero, sin embargo, se han
embarcado con mucha intermitencia y las barcas han resultado más útiles
para darle sombra a los bañistas, quienes suelen aprovecharlas para
resguardar sus pertenencias. Un pescador me explica que cuando el viento
se siente en la costa, "allá (señala el mar con la cabeza) no se puede
estar". Más tarde, el encargado de un hostel me dirá que a veces no
salen porque no tienen demanda de los restaurantes de la zona. Ellos
nutren cocinas del Cabo, Castillos, la ciudad de Rocha y otras
localidades.
Sin embargo, es un poco desconcertante la poca
variedad de pescado que ofrecen los boliches esta temporada. En un
pueblo de pescadores, el menú debería tentar con más que cazón y
lenguado. Eso sí, como en toda la costa rochense, nunca faltan los
camarones, las miniaturas de pescado, las empanadas de siri ni los
buñuelos de algas. Los precios no asustan.
De vuelta en La Calavera, el guardavidas Saúl aclara
que si bien las playas del Polonio no son "de surfistas", igual pueden
ser de cuidado. En condiciones de riesgo, agrega, es más peligrosa La
Ensenada, "porque tiene una energía de agua más fuerte y la corriente te
lleva lejos".
La playa Sur -la high, según Saúl; la más pro,
según escucharé de varios habitué en poloniense puro- es la que baña
los terrenos que son propiedad de Gabasol S.A. En ese predio se levantan
los "ranchos blancos", los más modernos y menos rústicos del Polonio.
La mayoría guarda vehículos 4x4 y alquilarlos en temporada alta no baja
de los 200 dólares por día.
Mientras me paro a observar el pizarrón de precios
de un puestito de comidas en la Sur -choclos $ 70; ensalada fruta $ 70,
agua mineral $ 50, agua caliente $ 20-, veo una cara conocida. Es el
actor argentino Germán Palacios, parado a pocos metros de la orilla, en
short de baño, conversando animadamente con un grupo. Un rato después,
al otro lado del pueblo, en un rancho sobre La Calavera, diviso otro
rostro familiar jugando a la pelota con un niño. Es Carlos Santamaría,
otro actor argentino, en Uruguay mucho más conocido por su cara que por
su nombre. Los dos son habitués del Cabo y este año no hicieron
excepciones, aunque en los hostales comenten que la merma de turistas
argentinos se nota.
Diferencias aparte, hay una característica
compartida en ambas playas polonienses. En cualquiera de las dos, se ve
más gente leyendo o charlando que prendida al teléfono. La señal de
celular es buena. Pero por aquí, la tecnología se deja de lado.
EL FARO & LOS LOBOS
Pie detrás de pie /no hay otra manera de caminar /la noche del Cabo /revelada en un inmenso radar. El faro al que Jorge Drexler le dedicó su canción Doce segundos de oscuridad
data de 1881 y es un imán para los turistas. Está abierto todo el año.
Después de abonar los $ 20 de la entrada, solo hay que tomar aire para
hacerle frente a los 132 escalones que llevan a la cima. En el ascenso
en continuo espiral, me topo con una pareja en sus 60 que paró a
descansar. "Uf... no nos avisaron que era tanto", se queja él risueño.
La recompensa, a 126 metros de altura, es una inigualable vista del
Polonio en 360 grados. Amable y dispuesto, el farero enseña a quien lo
requiera cómo funciona el sistema lumínico que provoca un destello cada
12 segundos. En la parte superior de la torre algunos jóvenes descansan o
toman fotos. Abajo, la panorámica de las rocas me remite de inmediato a
una escabrosa escena del libro Battle Royale, que acabo de terminar de
leer. Sacudo la cabeza para espantar la imagen y la mirada recae en los
lobos marinos. Desde ese punto se observa la colonia entera -"una de las
reservas más grandes del mundo", según folletos oficiales del
balneario- y se oyen sus ruidosos sonidos. Es entretenido
verlosinteractuar, librando pequeñas batallas por territorio o retozando
al sol. Conforman un verdadero espectáculo para los turistas, que se
acercan todo lo que permiten las vallas para tomarles fotos o al menos
admirarlos a pocos metros.
LA NOCHE
"Ahí, donde está el pizarrón de almacén que tiene
escrito 'Estación Central' con tiza, ¿viste? Bueno, es ahí", me indica
una chica que ya lleva cinco de sus 19 años veraneando en el Cabo.
Cuando miro "ahí", me sorprendo frente a una cabaña que al verla de día
jamás dará la impresión de ser "el" lugar para salir a bailar que tiene
el Polonio. Pero es. La misma chica me cuenta que durante varias
temporadas usaron "el mismo pendrive", o sea, escuchaba las mismas canciones, en el mismo orden. Se ríe. Este año evolucionaron al DJ.
A 100 metros de allí -la Estación queda sobre la
plaza- se erigen dos bolichitos, uno pegado al otro, que también estiran
la noche. Son el Bar Lobo, con sus hamacas paraguayas y bancos de
madera, y el Johnny Hazt, con mesitas y sofás al aire libre. En los dos
se arman fogatas, se venden tragos y comidas, se escucha música.
A la luz del ocaso, hay dos mesas ocupadas en el
Johnny. En una, dos chicas se besan. En la otra, espero mi pedido. Esta
temporada el local cambió de manos y lo gestionan seis amigos, entre los
que hay periodistas, docentes y escritores. Uno de ellos, Nicolás,
explica que el bar toma prestado el nombre de un uruguayo que al saberse
con cáncer se instaló en el Polonio. Fue su hijo quien abrió el boliche
inicialmente. No es raro que Johnny Hazt visite el Johnny Hazt.
En el Cabo, todo tiene nombre propio. Decir "lo de"
es una referencia común que se adopta casi oficialmente. Lo de Joselo es
un rincón por el que hay que pasar. Se trata de un bolichito con
paredes de plantas, piso de botellas y techo de cielo. Joselo, un
veterano ciego de cabellera blanca y aspecto bohemio, es uno de los 60
residentes permanentes del Polonio. Cigarro en mano, apoyado en la barra
de su boliche, cuenta que él levantó este lugar solo, hace 30 años. A
menudo se lo puede ver en la puerta del bar, acompañado por los perros
de los que advierte un cartel, y sin bastón.
Es que si algo no le falta al balneario es un amplio
abanico de personajes, insólitos, pintorescos, entrañables. A la hora
del regreso, no pude menos que recordar una cita que se le adjudica al
Zorro, otra figura que supo alimentar la mística del lugar: "Algunos
dicen que vienen a despejarse, otros dicen que en Polonio renacen otra
vez. Muchos dicen que vienen para olvidar... y yo digo que tal vez
vienen para acordarse
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